A veces lo peor pareciera no tener justificación para nuestro proceder, pero en otras oportunidades lo peor es justamente tenerla, ya que a ella nos aferramos como creyentes no cuestionadores en una fe que nos redime, o por lo menos eso creemos, o por lo menos eso a veces nos basta.
Tengo mis justificaciones, pero quizá sólo sean un modo particular de negar una realidad inexorable, aquella que va indicando que algo se está perdiendo; pero una pérdida no negativa, ya que se la puede considerar como un tramo más de cualquier camino; el problema, como siempre, son las secuelas, las consecuencias de los cambios.
Pero los cambios en cierto punto son necesarios, y me he dado cuenta de ello empujado por los cambios mismos. Cambiar es un modo de evolución, de no quedarse estancado en lo de siempre; el problema es animarse a cambiar, a salir de la comodidad de la rutina para enfrentarse a la incertidumbre de las contingencias.
Pero como toda transformación, un cambio no siempre puede ser determinado, maniobrado al gusto que uno quisiera. A veces simplemente se dan. A veces uno simplemente se despierta y dice “esto ya no es para mí”, y se vuelve imperiosa la necesidad de encontrar nuevos horizontes, nuevas expectativas. Pero allí hay que recomenzar. Un cambio a medias es sólo una manera de encubrir nuestro temor, muchas veces, de enfrentarnos a nosotros mismos, de no intentar probarnos de hasta dónde somos capaces de llegar.
Tampoco se trata de ser nómadas de nuestras vidas, ya que también en nombre del cambio se produce la paradoja de nunca terminar de encontrarnos. Así por eso es que hay cambios que no pueden ser buscados, sino más bien que su presencia se hace sentir y es recién ahí cuando una decisión se debe tomar.
Un cambio, en el fondo, es un apuesta incierta; y el fracaso muchas veces no ocurre por una decisión mal tomada, sino más bien por tomar decisiones en base a su aparente certeza.
jueves, julio 10, 2008
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